Nací en los ochenta. Nunca escuché durante mi niñez un elepé de Led Zeppelin o Devo, mi madre escuchaba a Daniela Romo. Cuando llegué a la bendita pubertad, me dejé el pelo largo y comencé a portar pantalones rotos. A los quince descubrí a Pink Floyd y aprendí a tocar la guitarra eléctrica. Conforme fueron pasando los años me adentré en distintos géneros musicales, desde el punk hasta el soul... Mis oídos se convirtieron en prostitutas musicales, abrían las piernas a los acordes, mientras más complejos... mejor. Era selectivo sin embargo... como buena prostituta, mis oídos no se prestaban a cualquier cosa... tenía que ser oscuro, malicioso, trasgresor.
Hace unos días, dentro de mis disertaciones automovilísticas en las conflictuadas arterias de esta ciudad, sonaba “She’s a rainbow” de los Stones en el estéreo, nunca había escuchado algo tan innovador en mucho tiempo. Ya no era virgen a los Rolling Stones, inclusive esa canción me parecía linda, fresa... la imagen de la manzanita brotaba directamente a mi mente con los primeros acordes de la canción... me daba igual. En ese momento las cosas fueron distintas. Mientras caía lluvia ácida en medio de un océano inamovible de vehículos, los lisérgicos coros multicolores sonaban más frescos que todo lo que había escuchado anteriormente. Me maravillé y me sentí vivo como hacía mucho tiempo no me sentía con una canción. “She’s a rainbow” obtuvo un nuevo significado, algo demasiado difícil de explicar con un alfabeto de 27 letras.
Es fascinante cuando de pronto encuentras un disco que habías olvidado, o simplemente despreciado porque definitivamente en ese momento de tu vida el mensaje no iba dirigido hacia ti. He encontrado dentro de mi colección de discos algunas joyitas que hace años desprecié y que en estos momentos de mi vida han sido grandes e incondicionales compañeros. Desde el pop hasta el trance, me he tenido que morder la lengua por declaraciones que hice hace años: “El country es para gringos nacos”, “Gloria Trevi apesta”. En fin... en ese instante, en medio de manifestaciones que provocaban un tránsito estático en la ciudad de México, recordé mi clase de literatura española de la prepa. “El Quijote hay que leerlo al menos tres veces en la vida. Durante la niñez, la madurez y la vejez”, decía mi esquelética maestra “... cada una de las lecturas son distintas e igualmente fascinantes.” Nunca he leído completo el Quijote, ni escuché un elepé de Bowie cuando era niño, sin embargo los Stones le han dado un nuevo significado a mi manera de concebir la música a esta corta altura de mi vida.
Al igual que lo que miles dicen del Quijote, la impresión es distinta y simplemente fascinante.