No escribo.
Probablemente sea el bicho que vive en mi garganta.
No escribo.
Porque SIEMPRE pones los puntos sobre las íes.
No escribo.
Porque no quiero. Porque no puedo.
No escribo.
Pero al mismo tiempo la no escritura, en una pantalla que muestra una sucesión casi infinita de unos y ceros, se convierte en el único contacto con el mundo externo.
Y mi no escritura se convierte únicamente en un movimiento automático de dedos, mientras un bicho que pone los puntos sobre las íes, que no quiere salir de mi garganta, dicta lo que no tengo que escribir.
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