Nada. Solo él y su oso de peluche. No podía recordar cómo llegó ahí. Estaba demasiado alcoholizado. Tampoco encontraba la razón por la cual Beto le agarraba de la mano como cuando tenía diez años. Las gotas de sudor no tardaron en rodar por su cara de poker para terminar en el piso. Sus oscuros ojos solo veian confusión. En ese limbo misterioso habitado por el y su oso de peluche. Beto había sido víctima de los arranques de ira de su madre. “Ya estás grandecito”, y lo cortó a la mitad tirándolo a la basura, pero Beto estaba ahí, acompañándolo, dándole fuerzas para sobrevivir ese inhóspito lugar. De pronto, una ráfaga de apodos peyorativos le rodeó veinte escalofriantes veces para luego desaparecer en ese misterioso lugar sin puertas ni ventanas, sin principio ni fin. En ese momento volvió a ser “el gordito cuatroojos”, “el mantecas”, con su overol azul que se había rasgado misteriosamente. De pronto, Botijón se encontraba en ese lugar cuyo color fluctuaba entre los rojos y los púrpuras que iluminaba fotografías sonoras de sus maestros de piano, de los curas que divinamente le hacían sentir mierda por masturbarse en el baño, de todas las mujeres que pudieron haber sido sus compañeras de por vida. Él se encontraba ahí solo, únicamente acompañado por Beto y todos sus demonios y nada más.
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